Vicentito, benjamín de una familia venida a menos de la élite franquista, conoce a comienzos de los 90 a doña Roberta, una viuda de clase trabajadora con un olfato preternatural para los negocios inmobiliarios. A lo largo de las dos décadas siguientes, su relación comercial y emocional les llevará a las cumbres del poder político y económico español, retratando por el camino un país obsesionado con borrar su pasado reciente a través de la construcción, ladrillo a ladrillo, de un ideal superficial de modernidad que lo llevará a la ruina. Yo sé que este libro está destinado a ser consumido y desechado por la masa de los semi-ignorantes, por esa enorme franja de la población que se considera a sí misma "clase media" y que las deficientes universidades de nuestro país han ido generando en cantidades ingentes a lo largo de las tres últimas décadas. Son los que salieron a las calles el 15 de mayo del 2011 y los que simpatizaron con ellos, los que se reconocen en la palabra "pueblo" cada vez que la deja caer el demagogo de turno y los que, cuando mi nombre ocupó lugares prominentes en las cabeceras de nuestra prensa de lacayos, no dudaron un segundo en convertirme en el epítome de todo lo que había ido mal con el país: la "casta", las clases extractoras que se aprovechan del sudor y el talento de "los de abajo", los corruptos herederos del franquismo. Yo he llegado a representar para ellos el villano ideal, imprescindible en el cuento para niños e idiotas en el que están convirtiendo la historia de este país. Evidentemente, no escribo para ellos.